viernes, 16 de enero de 2015

Atazagorafobia

Escribo con los ojos secos
y los puños ya cicatrizados,
con el dolor que no desaparece a pesar de los años
y la angustia que me deja recordar aquel mal trago.
Escribo mientras tú descansas,
por si entras de pronto y me pillas llorando,
por si no sé explicarte el motivo del llanto,
porque verme triste siempre te hizo daño.

Nunca sabré cuando empezaron a desmoronarse los pilares de mi vida, y sobretodo, por qué tuve que darme cuenta cuando era tan tarde.

Recuerdo que llovía, está claro que si hay algún Dios ahí arriba intentaba mandarme una señal de lo que se avecinaba, pero no, por aquel entonces solo podía mirar mi propio ombligo, y no sabes cuánto lo siento. Nunca te he pedido perdón porque yo no me he perdonado, pero ese no es el caso. Llovía, pero tú estabas tan inmersa en tus pensamientos que no podías entender nada de lo que sucedía alrededor.

El problema fue en aumentando durante las cuarenta y ocho horas siguientes, hasta que sucedió. ¿Habéis tenido alguna vez miedo al olvido? Pues yo sí, y aun me persigue cada noche. Habías olvidado mi voz, mi cara y mis manos, habías olvidado todo el cariño que me habías regalado durante años. No quedaba nada de mí, no existía. Me diste la vida y tu cabeza me la arrebató, como si de un cigarro se tratase, pasé a ser sólo cenizas de lo que había sido hasta entonces.

Nadie era mi nombre.
Y a ti no te importaba.

Los días pasaron y el dolor ni siquiera me deja relatar como fueron. Solo diré, que si existe un infierno, debe ser lo más parecido a eso. Jamás pensé que extrañaría tanto un desayuno con reproches, tus gritos de enfado, esos besos que hacen ruido -que sabes que tanto detesto-  o un abrazo de buenas noches. Acostumbrada a cerrarte la puerta en las narices cada vez que quería evitarte nunca pensé que llegaría el día en que quisiera y no pudiera verte.

Quince minutos.

Quince minutos nos dejaban esas horribles señoras vestidas de blanco para poder visitarte. Quince minutos en que tenía que emplear cada milésima de segundo en consolarte, a sabiendas de que no eras capaz ni de reconocerme. Quince minutos de dolor reprimido y lágrimas en los ojos muriéndose por salir, pero quince minutos contigo, lo más grande para mi.

La vida a veces se equivoca y pone piedras en el camino a aquellos que  pasamos la mayoría del tiempo tropezando o en el suelo, a aquellos que desde mi punto de vista no lo merecemos, porque no siempre que sonríes la vida te mira sonriendo.

No sabía cuánto tiempo duraría este caos, temí haberte perdido para siempre, pero por suerte -por una vez la tuve- en pocos días saliste de aquel lugar, y prometo ahora que mientras viva jamás dejaré que regreses. La enfermedad no había cesado, aunque yo creía que sí, y aun me esperaban al menos otros quince días viéndote entre cables y gente llorando, aunque lo peor ya había pasado.

Por fin pronunciaste mi nombre, seguramente es lo más parecido que voy a vivir a una resurrección. Tomé una bocanada de aire y te acaricie el pelo, podía volver a respirar, era la segunda vez que me dabas la vida. Te visité todos y cada uno de los días, estuvieses comiendo, despierta o dormida. Tardaba veinticinco minutos en llegar para poder acompañarte tan sólo cinco, pero te juro -aunque nunca te lo diré a la cara- que habría cruzado océanos por estar un minuto contigo.

Pasaron los días, y saliste, porque tú sales de todo, porque tú puedes con todo y hoy solo puedo decir que lo mínimo que espero en la vida, es parecerme a ti.

No vas a leer esto nunca,
y tú apenas lo recuerdas,
pero hoy escribo,
con los puños cicatrizados,
aunque ya no con ojos secos,
porque el miedo aun no se ha ido. 
Descanso, voy a tu cuarto, te miro y sigo. 
Escribo.
Porque mi mayor regalo fue recuperarte 
cuando creía que te había perdido.
Escribo porque no voy a decirlo. 
Te quiero
Escribo.
Escribo, escribo, escribo, y cómo escuece
pero al menos no te has ido
y yo aun escribo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario